Cuando ruge la claca
Reconozco aquí, sin rubor alguno, que me gusta la ópera. Me gusta el espectáculo operístico en su conjunto, me gusta su música, su ambición, su desmesura… Acepto las convenciones (ya sé que Julieta no era gorda ni tenía 60 años) y respeto, más que a los toreros o los funambulistas del circo, el trabajo enorme que hacen los cantantes… Trabajar el instrumento de la voz como hacen ellos es algo que aún me maravilla y me sorprende. Además, aguantar una ópera entera es para mi el equivalente a ganar una etapa de montaña en el Tour de Francia; pasar del repertorio verdiano al wagneriano como hacen muchos en un abrir y cerrar de ojos es algo así como hacer el triple salto mortal en trapecio; viajar por medio mundo con un instrumento tan delicado dentro de ti es como llevar un stradivarius en el maletero de un Seat Panda; exponerte a la presión pública en cada actuación y saber que por una simple nota puedes perder muchos conciertos debe ser como competir en una final olímpica cada dos días…
Toda esta introducción es para hablar de lo que vimos ayer… Porque ayer volví al Liceu, después de bastante tiempo, a ver una ópera… Más bien dicho, a escuchar una ópera (teníamos asientos sin visibilidad) y a verla por esos monitores que han instalado en todos los puntos ciegos del teatro. Y tuvimos suerte. Tuvimos suerte porque vivimos una de esas noches que supongo que el Liceu vive muy de vez en cuando: quizás una vez por temporada, quizás una vez cada dos o tres temporadas… Depende de la suerte, del cartel y de muchas otras cosas.
Edita Gruberova, una de las grandes divas de los últimos años, tenía que empezar a cantar “Lucia de Lammermoor” el día 11 de noviembre, pero una dolencia no especificada hizo que la substituyeran en último momento. Su actuación se demoraría hasta el 19, como mínimo. Pero el 19 no llegó y las broncas de los aficionados se ve que eran antológicas, cargando incluso contra las pobres sopranos que tenían el “tramposo” honor de suplantarla… Y finalmente, esta semana llegó la Gruberova. ¡Y cómo llegó! Yo no soy ningún entendido en ópera ni en música de ningún tipo –sólo sé que me emociono o no emociono, me llega o no me llega-, pero a juzgar por la locura que se montó ayer en el Liceu… se ve que lo hicieron de maravilla, tanto ella como el tenor catalán Josep Bros, que la afición ha aceptado ya como el relevo de Carreras.
Y paso a describir lo de ayer, que yo no he visto ni en conciertos de pop, de rock, y mucho menos en teatro: a cada aria, un rugido infernal hacía temblar el teatro; los cantantes –aunque se les veía reticentes a ello- debían abandonar la pose del personaje para saludar entre aria y aria, pues el público aplaudía los momentos estelares durante minutos; los bravos se oían a cientos –del tercer piso para arriba todo el mundo grita, es curiosísimo verlo- e incluso de algunos palcos salían frases como “Lucía, Lucía”, en referencia a la simbiosis que se produjo entre la soprano y el personaje, o “Així es com es canta”, referido a la última y más lucida aria de Bros.
Y el final fue increíble. Calculamos entre 10 y 15 minutos de aplausos (más de ocho veces salió la Gruberova a saludar), pues incluso cuando la luz de sala se había encendido y la mitad del público había marchado muchos nos mantuvimos en el asiento aplaudiendo. Y la Gruberova volvía a salir… y entonces, personas aparentemente normales, serias y educadas empezaban a gritar como poseídas. Nunca lo había visto antes, y la verdad es que impresiona. Igual que impresiona ver como caen los ramos desde el quinto piso (¡¿Alguien sabe la altura que tiene eso?! ¿Alguien ha pensado en el daño que debe hacer un ramo lanzado desde esa altura?) o como de golpe surgen cientos de cámaras y todo el mundo empieza a inmortalizar el momento. Impresiona incluso ver como el fotógrafo oficial del Liceu se mete en el escenario a hacer fotos durante los aplausos… Impresiona porque sabes, intuyes, que eso ha sido único, que de eso se hablará durante tiempo, que has tenido la suerte de estar ahí y verlo… aunque fuera por una pantallita.
Toda esta introducción es para hablar de lo que vimos ayer… Porque ayer volví al Liceu, después de bastante tiempo, a ver una ópera… Más bien dicho, a escuchar una ópera (teníamos asientos sin visibilidad) y a verla por esos monitores que han instalado en todos los puntos ciegos del teatro. Y tuvimos suerte. Tuvimos suerte porque vivimos una de esas noches que supongo que el Liceu vive muy de vez en cuando: quizás una vez por temporada, quizás una vez cada dos o tres temporadas… Depende de la suerte, del cartel y de muchas otras cosas.
Edita Gruberova, una de las grandes divas de los últimos años, tenía que empezar a cantar “Lucia de Lammermoor” el día 11 de noviembre, pero una dolencia no especificada hizo que la substituyeran en último momento. Su actuación se demoraría hasta el 19, como mínimo. Pero el 19 no llegó y las broncas de los aficionados se ve que eran antológicas, cargando incluso contra las pobres sopranos que tenían el “tramposo” honor de suplantarla… Y finalmente, esta semana llegó la Gruberova. ¡Y cómo llegó! Yo no soy ningún entendido en ópera ni en música de ningún tipo –sólo sé que me emociono o no emociono, me llega o no me llega-, pero a juzgar por la locura que se montó ayer en el Liceu… se ve que lo hicieron de maravilla, tanto ella como el tenor catalán Josep Bros, que la afición ha aceptado ya como el relevo de Carreras.
Y paso a describir lo de ayer, que yo no he visto ni en conciertos de pop, de rock, y mucho menos en teatro: a cada aria, un rugido infernal hacía temblar el teatro; los cantantes –aunque se les veía reticentes a ello- debían abandonar la pose del personaje para saludar entre aria y aria, pues el público aplaudía los momentos estelares durante minutos; los bravos se oían a cientos –del tercer piso para arriba todo el mundo grita, es curiosísimo verlo- e incluso de algunos palcos salían frases como “Lucía, Lucía”, en referencia a la simbiosis que se produjo entre la soprano y el personaje, o “Així es com es canta”, referido a la última y más lucida aria de Bros.
Y el final fue increíble. Calculamos entre 10 y 15 minutos de aplausos (más de ocho veces salió la Gruberova a saludar), pues incluso cuando la luz de sala se había encendido y la mitad del público había marchado muchos nos mantuvimos en el asiento aplaudiendo. Y la Gruberova volvía a salir… y entonces, personas aparentemente normales, serias y educadas empezaban a gritar como poseídas. Nunca lo había visto antes, y la verdad es que impresiona. Igual que impresiona ver como caen los ramos desde el quinto piso (¡¿Alguien sabe la altura que tiene eso?! ¿Alguien ha pensado en el daño que debe hacer un ramo lanzado desde esa altura?) o como de golpe surgen cientos de cámaras y todo el mundo empieza a inmortalizar el momento. Impresiona incluso ver como el fotógrafo oficial del Liceu se mete en el escenario a hacer fotos durante los aplausos… Impresiona porque sabes, intuyes, que eso ha sido único, que de eso se hablará durante tiempo, que has tenido la suerte de estar ahí y verlo… aunque fuera por una pantallita.
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